Por: Jerónimo Carrera
Hace ahora todo un siglo, exactamente el día 15 de marzo del año 1907, un ministro de Relaciones Exteriores del Ecuador, muy distinguido, el profesor Carlos Tobar (1854-1920), lanzó a la arena internacional una propuesta bastante original y hasta podríamos decir revolucionaria.
Así la calificamos porque esa propuesta buscaba ponerle un freno jurídico a la tradicional costumbre, típica de nuestros países, de efectuar los cambios de gobierno mediante la fuerza y no por vías constitucionales. En efecto, es lo que constituye en esencia el objetivo de la que en Derecho Internacional pasó a ser conocida con su nombre, o sea la Doctrina Tobar.
Con tal apelativo se proseguía lo acostumbrado en aquella época, al aplicar el naciente imperialismo yanqui la denominación de Doctrina Monroe a su ansia de dominación en nuestro continente. De todo lo cual provino luego la Doctrina Estrada, mexicana, y la Doctrina Drago, argentina, muy anterior y de especial interés para Venezuela en su conflicto con varios países europeos en 1902, cuando Cipriano Castro se echó en brazos yanquis.
Pues bien, el ministro ecuatoriano propuso que “un Estado debía abstenerse de reconocer a un gobierno extranjero que hubiese ocupado el poder por la fuerza (golpe de estado militar o insurrección popular) por lo menos hasta que hubiese sido “legitimado constitucionalmente” por el asentimiento de una Asamblea”. Charles Rousseau, Derecho Internacional Público, Ediciones Ariel, Barcelona, España, 1966, 750 págs. (Pág. 305).
Demás está decir que dicha tesis no encontró mayor eco en aquellos tiempos, seguramente por aquel sabio dicho de quien se atrevería a lanzar una primera piedra: todos eran gobiernos surgidos de actos violentos, sin excepciones posibles.
Aunque lo más curioso al respecto, creo yo, es que el primero que pretendió resucitar tal doctrina, muchos años después, pero sin por lo menos mencionarla por su nombre original, fue un venezolano.
Eso fue justamente lo que buscó en los años ’60 uno de los más consumados golpistas que hemos tenido aquí en Venezuela, a quien en tiempos recientes han querido rebautizar con el pretencioso título de “padre de la democracia venezolana”. Y algo muy significativo, tanto ese golpista como los dos historiadores que buscan darle tal título, pasaron antes por “la escuela primaria” de la política en nuestro país, es decir, por las filas del partido comunista.
El golpista al cual me refiero, claro, es Rómulo Betancourt, que para poder tomar el mando no vaciló en aliarse con un grupo militar de corte fascista, comandado por Marcos Pérez Jiménez, en 1945, al servicio de Washington, y darle entonces un golpe de Estado al ya por retirarse presidente Isaías Medina Angarita. Ese golpe fue de seguidas bautizado con el sonoro nombre de “revolución de octubre”, tratando de disfrazarse con una burda imitación de la que bien mereció en 1917 el título de Gran Revolución de Octubre, en Rusia.
Nada tiene de raro, pues, que tanto el intento de hablar de una supuesta “doctrina Betancourt” contra los golpes de Estado, como la de llamar revolución al golpe del 18 de octubre de 1945 contra Medina, hayan ido a parar al basurero de la historia.
Como también tienen que ir a parar a ese mismo basurero otros intentos similares, aquí o en cualquier otro país del continente americano. Con las palabras doctrina y revolución, muy propias del Derecho Internacional y de las Ciencias Sociales, no se juega. Por eso pienso que sería más prudente no querer aplicarlas ahora en HONDURAS.
Fuente: PrensaPopularSolidaria_ComunistasMiranda
http://prensapopular-comunistasmiranda.blogspot.com/
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Hace 6 años
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